Hace pocas de semanas recibí la llamada telefónica de una periodista de una radio de Iquitos, ciudad en la que vivo, que quería entrevistarme. La pregunta central era por qué los iquiteños incumplen la norma de permanecer en sus casas, para evitar en lo posible ser contagiados por el COVID-19. En los días posteriores a la declaratoria nacional de la cuarentena, el desacato en Iquitos fue tan obstinado que el Estado tuvo que endurecer el toque de queda para Loreto y otras regiones, entre las 4 de la tarde y las 4 de la madrugada. Ensayé en esa entrevista una respuesta que trataré ahora de sistematizar con mayor orden. Sirvan estas líneas introductorias para aclarar que también existen muchos iquiteños preocupados por la actitud transgresora de sus paisanos y para que los lectores equilibren mis afirmaciones cuando me refiero al colectivo social llamado “los iquiteños”.    

Los análisis sobre el desastroso impacto de COVID-19 en Iquitos han puesto énfasis, sobre todo, en las falencias del sistema hospitalario. Este en efecto es deficiente y estaba colapsado antes de la aparición de la pandemia: hospitales y demás centros de salud sobresaturados, con pacientes que no encontraban cuarto, por lo que sus camillas debían ser ubicadas en los pasillos y, cuando disponían de uno, debían compartirlo con siete o más personas; carencia de medicamentos que obligaba a los familiares del enfermo a conseguirlos en las farmacias vecinas; y falta de equipos para determinados análisis o, si estos existían, ausencia de reactivos para los análisis. Las condiciones de higiene de esos centros son también precarias.

Muchas más cosas se podrían señalar como fallas de este sistema. Pero el asunto que quiero destacar ahora es que los centros de salud son lugares para atender a infectados por el virus e intentar salvarles la vida, pero lo importante en una pandemia es tratar de prever el contagio. Los bomberos luchan por apagar un incendio, pero la sociedad debe hacer lo posible para evitar que estos se produzcan. Hospitales y bomberos son las últimas instancias de atención a problemas de su especialidad, pero hay otros actores principales para encarar este asunto. Es la sociedad en su conjunto, compuesta por autoridades y ciudadanos de a pie.

Y ahora entro en el tema: ¿por qué los iquiteños no se quedan en casa? Considero que, entre otras posibles, existen dos razones principales: la tradición de desorden implantada en esta ciudad y la pobreza generalizada.

Iquitos es el reino del desorden, aunque, algunos, tanto locales como foráneos, consideran a veces que es una característica pintoresca de la ciudad e incluso graciosa. Si la autoridad dispone el uso de cascos para proteger la vida de los motociclistas, entonces estos se niegan a utilizarlos y son apoyado por periodistas que vociferan que se trata de medidas para Lima, que tiene clima frío, pero no para Iquitos donde es caluroso. Ensayan incluso explicaciones sobre los males que este uso puede causar en las personas. Los ejemplos de ciudades con clima aún más calurosos que Iquitos, como Manaos, Río de Janeiro o Panamá, donde el uso de cascos es obligatorio, les resbalan. Los pasos peatonales son simples rayas que adornan las pistas en los cruces de calles, pero no existe razón para dejarlos libres, a disposición de los peatones: motos, motocarros, colectivos (minibuses con carrocerías de lata y madera de manufactura local), camiones y automóviles se montan encima de ellos. Los semáforos son luces titilantes que engalanan algunas esquinas –funcionan con programada descoordinación– y la llegada de la luz verde que da el paso es siempre adelantada por la imaginación y el capricho de los conductores. Las líneas que separan los lados derecho e izquierdo de una pista sirven para orientar el rumbo que deben seguir los vehículos, que por esta razón se montan sobre ellas. Los motocarros, por ejemplo, son muy hábiles para hacer coincidir su llanta delantera con la rectitud de esa línea. La dirección que debe seguir el tráfico en una calle es solo un indicador, nunca una norma. Estacionar la moto propia de manera debida delante de una panadería o una tienda es un error, porque al salir la persona encontrara un vehículo (o varios) estacionado justo en el lugar por donde debía salir. Preguntar al obstructor por qué no se estacionó de manera correcta unos metros más adelante donde había lugares disponibles constituye una ofensa grave que puede dar paso a respuestas varias: soy libre de hacer lo que yo quiero, porque me da la gana o a ti qué mierda te importa, entre otras. En las llanterías y talleres de mecánica –los hay por toda la ciudad que no cuenta con zonificación urbana– quienes necesitan del servicio o se detienen porque al pasar vieron a un amigo o por la razón que fuera, estacionan sus propios vehículos en cualquier lugar de la pista, a un metro o dos de la vereda. Lo mismo sucede en las agencias que organizan viajes de turismo por los ríos, pero en este caso se trata de taxis y buses los que se estacionan de esta manera para esperar a los turistas. Los motocarros pueden transportar chanchos, vivos o muertos, grandes bagres, de un metro o más de longitud, material de construcción, como varillas de fierro que sobresales dos metros por cada extremo del vehículo (a veces, las arrastran en todo su largo por las pistas, como largas colas de cinco metros), refrigeradoras, muebles varios y otros.

Las calles son cerradas a la libre voluntad del usuario. Los estudiantes de la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana, los más regulares en la práctica, cierran la cuadra cinco de la calle Pebas, donde se encuentra el local más antiguo de su centro de estudios, para organizar fiestas. Allí levantan un estrado para instalar la orquesta. El general del Ejército hace lo propio con la calle donde se encuentra su vivienda cada vez que recibe la visita de otro general o de algún personaje que él considera importante. En el malecón, el Ejército –otra vez– cierra la cuadra donde funciona su sede central, alegando que se está hundiendo y que solo soporta el paso de motos. Sin embargo, el Ejército transita por esa calle con pesados camiones de su institución. La levedad castrense resulta insoportable. Los vecinos de un barrio clausuran el tránsito en su calle para organizar una fiesta o una parrillada. Nadie requiere el permiso de la Municipalidad Provincial para estos bloqueos, que ni siquiera es consultada, y las autoridades ediles tampoco se preocupan de que esto sea así. La tradición manda y se fortalece. La contaminación sonora es uno de los mayores problemas de la ciudad. Cierta vez un alcalde, presionado por un grupo de locos ciudadanos que quería corregir el problema, comenzó a multar a los motocarristas que retiraban el silenciador de sus vehículos. Entonces, una horda de conductores asaltó su casa, apedreando puertas y ventanas, y el alcalde, que nunca había estaba del todo convencido con su propia medida, perdió interés por repetirla. Más aun, organizó una fiesta para desagraviar a esos conductores, ante la proximidad de las elecciones y su deseo de ser reelegido. La propia Municipalidad también contribuye al ruido. En el Parque Zonal (el único con que cuenta la ciudad, cada vez más pequeño por haberse construido ahí canchas de fútbol, un museo, un depósito y un reservorio de agua) se organizan periódicamente campeonatos de fulbito que suelen iniciarse alrededor de las 6 de la tarde. Una persona provista de un micrófono transmite el partido. ¿Para alguna emisora local? No, para la gente que está viendo el partido desde las tribunas. Los vecinos de varias cuadras a la redonda deben soportar la bulla hasta pasadas las 10 de la noche. Las tiendas del centro de la ciudad, que venden servicios telefónicos, electrodomésticos, motocicletas, telas, vestidos y otros bienes, instalan grandes parlantes en la entrada de sus negocios para atraer clientes. A veces, para que el atractivo sea mayor, instalan también muchachitas ligeras de ropa para que bailen al son de ritmos tropicales. La Municipalidad no percibe nada irregular en todo esto.

Esto es así, pero ¿por qué? La explicación que me daba hace unos años es que Iquitos es una ciudad que ha crecido muy rápidamente a causa de la inmigración de gente de las riberas que, una vez instalada en el medio urbano, reproduce comportamientos que tenía en su lugar de origen. Por ejemplo, si en este último era normal arrojar desechos orgánicos al monte (cáscaras de plátano, de yuca o de frutas), también le parece normal hacer lo propio en la ciudad. Claro que en esto hay dos problemas no contemplados. Uno es que en la ciudad los desechos caen sobre cemento o tierra reseca de calles sin pavimentar, ambientes inapropiados para que se descompongan e integren en el medio ambiente. El otro es que en la ciudad aumenta considerablemente el empleo de materiales no orgánicos, que de ninguna manera se descompondrán para reintegrarse a los ciclos naturales. Otro ejemplo del traslado de comportamientos de un ambiente al otro puede servir para explicar por qué dos conductores de motocarros u otro vehículo que van en direcciones contrarias se detienen en una calle para conversar, ocupando la parte central de la pista. ¿Por qué no lo pueden hacer si cuando se encontraban en la quebrada detenían sus canoas para charlar?

Algo que puede servir para comprender el porqué de la negativa ante normas que provengan de la autoridad (que, debo decirlo, tampoco está convencida de su papel en el ordenamiento de la ciudad) es que en las comunidades indígenas y campesinas ribereñas no existen autoridades sino líderes de prestigio, pero estos no mandan, no determinan lo que las personas deben hacer. Contrariamente a lo que se puede pensar de que se trata de instituciones donde campea el caos, no es así. Sus integrantes cumplen las normas por convencimiento y ejercen sus responsabilidades a través de redes familiares. No existen policías ni jueces que controlen su cumplimiento o sancionen a los infractores. El mismo grupo familiar de reciprocidad se encarga de esto, y quien incumple sus obligaciones es aislado y queda expuesto a las habladurías. Una vez en la ciudad, aislados en diferentes barrios, los inmigrantes ya no participan en redes de reciprocidad. Por otro lado, en la ciudad tampoco existen autoridades encargadas de educar a la gente para vivir en el medio urbano. A alcaldes y gobernadores les interesa hacer obras, pero no generar condiciones de ciudadanía. En estas condiciones, cada uno hace lo que le parece y así sobreviene el caos que hoy se observa en Iquitos.

Considero que esta explicación continúa siendo válida, pero no para todos los casos, porque estos mismos comportamientos los tienen personas que no provienen de las riberas, que ni siquiera conocen ese medio y que jamás condujeron una canoa, porque siempre se han desplazado camionetas 4 x 4 o en algún otro vehículo costoso, y que, por último, nunca compartieron redes de reciprocidad familiares. ¿Qué pasa en estos casos? La explicación de esto creo que hay que buscarla en la historia de la región, una historia de extracción de recursos del bosque (caucho, leche caspi, palo de rosa y otras resinas, pieles y cueros de animales, carne de monte, peces, madera, oro, petróleo) no de cultivo del medio ambiente, término del cual proviene la palabra cultura. Esto es así a excepción de las sociedades indígenas que no solamente cultivan chacras con productos comestibles y huertos con plantas medicinales, sino que, además, según estudios especializados, han sembrado, a lo largo de los siglos, cerca del 12% de los bosques con palmeras productoras de frutos comestibles, los cuales durante años han sido considerados naturales. Nuevos estudios estiman que este porcentaje es demasiado conservador. También el sector conocido como campesinos ribereños cultiva chacras con productos alimenticos para su consumo y para abastecer a los mercados de la región con yuca, plátano, frutas diversas, ajíes, hierbas aromáticas y otros. No existe en Loreto ninguna empresa que cultive la tierra para producir alimentos. Ellas solo se encargan de extraer lo que el medio natural ofrece, y lo hacen saqueándolo.

De las actividades extractivas que he mencionado en el párrafo anterior, salvo la industria petrolera, que trabaja con personal contratado, todas las demás se llevan a cabo de manera informal e ilegal. El caucho pertenece al pasado, un pasado de barbarie donde la población indígena fue esclavizada para obligarla a recolectar la resina y, en otros casos, asesinada directamente para despejar las áreas ricas en el recurso, que luego sería recogido por obreros al mando de un patrón. La leche caspi fue posterior, corresponde a la primera mitad del siglo XX. La actividad terminó a causa del exterminio de los árboles, que eran talados para convertirlos en astillas y luego hervirlos a fin de destilar la resina. La matanza de animales para hacerse de cueros y pieles llegó a su fin en 1973, cuando el gobierno prohibió la actividad, y aunque la caza ha continuado, en especial para obtener carne que luego es vendida en el mercado de Belén, se trata de volúmenes mucho más pequeños que los del tiempo de la explotación de pieles y cueros, cuando miles de animales eran dejado podrir en el monte.

La explotación de madera y oro son actividades realizadas en condiciones laborales de franca explotación. No existen contratos que vinculen al trabajador con la empresa de aserrío o exportación (ocioso es decir que tampoco cuentan con ningún tipo de seguridad social), sino una larga cadena de habilitación, cuyo último eslabón son los extractores, integrado por indígenas y campesinos ribereños. Estos no reciben pagos sino productos sobrevaluados cuyo costo deben devolver con madera y oro subvaluados. El encargado de controlar la relación con estos es el patrón. Pero en verdad, toda la cadena antes de llegar al extractor es una sucesión de patrones, unos más ricos y mejor vestidos, otros de extracción popular y con menos dinero, pero siempre con la misma aspiración de ganancias a costa del subordinado. Es la mentalidad del gamonal que existió en los Andes hasta la reforma agraria, que en este caso se afirma frente a las personas del escalón inferior.

En Loreto y otras partes de la Amazonia impera una mentalidad de frontera en la que no existe el Estado o este es particularmente débil –digo particularmente porque es débil en todo el país– y las condiciones de aislamiento de la población rural la hacen muy vulnerable ante los atropellos. Es decir, es un ambiente propicio para el imperio de patrones. No es así extraño que en la ciudad estos personajes expresen su condición de mandones y afirmen comportamientos guiados por su voluntad y capricho personales. De esta manera, un mismo efecto (la anarquía urbana) es generado por dos causas diferentes: traslado de comportamientos del medio rural al urbano, en el caso de la población más pobre; y comportamiento patronal, en el de quienes están más arriba en la escala social.

En estos tiempos de cuarentena el desorden y la anarquía se expresan de diferentes maneras en Iquitos. Por un lado, el desacato de las disposiciones relativas a las horas en que no se puede transitar. Motos, motocarros y demás vehículos siguen transitando después de las 4 de la tarde, al igual que los peatones. La inmovilidad total dispuesta por el gobierno para todo el país los días domingos, tampoco es respetada. No son pocos los casos reportados de personas que organizan fiestas en sus casas o que, como si nada sucediera, se reúnen delante de sus casas con amigos a beber cerveza durante las horas de inmovilidad. En algunos barrios, organizan campeonatos de vóley o de fulbito. Los mercados, como ya informó la prensa, están abarrotados de personas, muchas sin mascarilla, que tosen, estornudan y escupen sin el menor cuidado. En las agencias bancarias, se forman largas colas de gente apiñada que espera cobrar el bono establecido por el gobierno. El mercado de Belén, el más grande y concurrido de la ciudad, con unos 2500 puestos que ocupaban varias cuadras del distrito, siguió funcionando hasta dos meses después de declarada la cuarentena, cuando las pruebas rápidas detectaron que casi el 100 % de las personas estaba contagiada por el virus. Hace una semana, en el asentamiento Las Malvinas, del distrito de Punchana, se realizó el concurso “Miss Gay Cuarentena 2020”, con desfiles y festejos. Esta celebración ha sido repudiada por mucha gente, incluyendo a la comunidad LGTBI de Iquitos, que expresó su rechazo mediante un comunicado público.

La educadora Sandra Robillard, amablemente me ha proporcionado información sobre la situación en la urbanización Río Mar, donde ella vive. La cuarentena ni se siente, dice textualmente. La señora que vende menú en la esquina continúa con su actividad y en la cancha pública hay siempre muchachos jugando fútbol o vóley, mientras otros montan bicicleta por los alrededores. Por las calles transitan carretilleros a cualquier hora vendiendo frutas y verduras. En las noches, grupos de personas se juntan en las esquinas para beber cerveza y escuchar música. El pasado 10 de mayo, Día de la Madre, algunos organizaron parrilladas (estas siempre se realizan en las calles), con cerveza y música. Al inicio de la cuarentena, concluye ella, pasaban autos de la policía o del serenazgo, pero ya no se los ve. Valga esta última observación para recordar que el DL N° 1498, para atender la emergencia del COVID-19 en las comunidades nativas, supone que la Policía, junto con el Ejército, deben controlar el tránsito por los ríos, sin tener en cuenta de que esas instituciones ni siquiera han podido vigilar la circulación en la ciudad.

La segunda razón que puede explicar por qué los iquiteños no permanecen en sus casas es la pobreza. Según las estadísticas*, la instalación de la red pública de agua llega, en el caso del distrito de Iquitos, que comprende la parte más céntrica de la ciudad, al 95 % de total de viviendas censadas en 2107. Sin embargo, en los demás distritos, cuya población es, al igual que la de Iquitos, mayormente urbana, alcanza el 65 % en Punchana, el 69 % en Belén y el 68 % en San Juan Bautista. Estos porcentajes se mantienen iguales en lo que respecta a las instalaciones de saneamiento de la red pública, con una ligera disminución en el caso del distrito de Iquitos, que desciende al 94 %. Sumando la población total de estas cuatro jurisdicciones, se tiene que el distrito de Iquitos tiene el 39 % del total, mientras que el 61 % restante corresponde a los otros tres distritos. En resumen, en ellos entre el 31 % y el 35 % de la población no cuenta con instalación de agua potable ni de desagüe.

Sin embargo, esta información no es completa sino se aclara que no es lo mismo contar con la instalación a la red pública que estar realmente abastecido de agua. En el distrito de Iquitos, que abarca la parte central de la ciudad, el agua llega a las casas entre las 4 y 8 am, luego una hora más alrededor del mediodía y otra hora al promediar las 6 de la tarde. En los otros distritos, el agua solo llega a las viviendas durante una o dos horas al día. Solo disponen de agua de manera permanente quienes cuentan con cisterna para almacenarla.

En 2006 la empresa brasileña Odebrecht ganó una licitación para construir grandes reservorios de agua para abastecer la ciudad de Iquitos que es prácticamente una isla, dado que está casi cercada por los ríos Nanay e Itaya. Existen sospechas que la empresa repartió coimas para obtener el contrato, pero estas no han dado lugar a una investigación en regla. Lo importante ahora es señalar que los reservorios, cuya construcción fue subcontratada con empresas locales sin experiencia, presentaron fallas (rajaduras por donde se filtra el agua) y no han solucionado el problema del abastecimiento. Los reservorios están marcados por la letra “R” y el número de orden que los identifica. La población dice que el significado es “Robo 1”, Robo 2”…

Con relación al ingreso familiar, de acuerdo a la misma fuente, este era, en el distrito de Iquitos, de S/. 1191,20, en el de Punchana de S/ 890,33, en Belén de 803,1 y en San Juan Bautista de S/ 858,60. Es decir, solo en el distrito de Iquitos el ingreso real promedio era ligeramente superior al salario mínimo vital vigente de S/ 930.00.

Aunque no dispongo de información censal, la condición de la mayoría de las viviendas es muy precaria. Son pequeñas, oscuras, sin ventilación y mal construidas. Los grandes incendios, azotes que se repiten en Iquitos por lo menos dos veces al año, son indicadores de esta precariedad. En la parte baja de Belén, donde las viviendas flotan en grandes troncos que hacen de balsas, los niños se bañan en las aguas del rio Itaya, que es la misma en la que defecan. Las viviendas son de madera, muy juntas unas con otras, lo que impide que exista intimidad. En muchos asentamientos humanos, las características de las viviendas son similares. Los accesos son vías estrechas, sin sistema de drenaje, por lo que cuando llueve, algo frecuente en la ciudad, se convierten en lodazales.

Se estima que por la ciudad transitan unos 45 000 motocarros. Calculando un promedio de cuatro miembros por familia, se tiene que alrededor del 40 % de la población de Iquitos depende de esta actividad. El resto obtiene sus ingresos del comercio en los mercados o del ambulatorio, y de empleos: burocracia civil y militar y una legión de informales que no están en planillas, ni cuentan con seguridad social, y que son obligadas a trabajar sobretiempo, incluyendo los domingos en las mañanas, sin que el patrón les reconozca un pago adicional. Se trata mayormente de una población que obtiene sus ingresos de la actividad diaria que la obliga a salir a las calles.

He intentado de explicar lo mejor posible la situación del incumplimiento de las normas relativas a la cuarentena (y de cualquier norma) en Iquitos. Queda sin embargo pendiente una interrogante a la que no puedo responder, que está relacionada con el instinto de conservación, tal vez el reflejo más básico de cualquier ser humano o animal. Si la pobreza explica por qué gran parte de la población se ve obligada a salir a la calle, no encuentro ninguna razón para explicar por qué personas que, sin ser ricas, gastan su dinero de manera irresponsable en celebraciones y otras actividades que, en tiempo de pandemia, pueden tener consecuencias letales. Y en esto, la población de Iquitos no está sola, ya que en Lima y otras ciudades del país se observan comportamientos similares. Se trata de gestos inútiles de reto a la muerte, cuya comprensión requiere estudios de otros especialistas.


*  Expreso mi mayor agradecimiento al economista Roger Grandes por haberme preparado la información sobre la red de agua potable y saneamiento de los cuatro distritos de Maynas, así como sobre ingreso per cápita de las familias de estas jurisdicciones. La primera está basada en el Censo de población y vivienda 2017. INEI www.midis y la segunda en El reto de la igualdad PNUD 2019.